Nacido para batear. De niño prodigio a nuevo rey del beisbol

Fecha:

Revista Proceso, México

Tenía que
llegar ese día en que Germán Robles le hablara a Miguel Ángel García sobre
Miguel Cabrera.

Robles
había trabajado como latonero en un taller de reparación de automóviles, era
contador graduado y probaba suerte en busca de una vida en su deporte favorito:
el beisbol.
Venezuela
es tierra fértil para el juego de pelota. No existe otra nación suramericana
donde el fútbol vaya a la zaga en el corazón del pueblo, y Robles pensó que su
experiencia como entrenador de equipos infantiles podría ayudarle.
Hoy hay
centenares de venezolanos como Robles. Pero en 1998 apenas comenzaba el boom y
el ex contador no podía imaginar el papel que estaba por jugar en la firma de
quien es, para muchos, el mejor pelotero del planeta y la figura que puso a los
Tigres de Detroit en la Serie
Mundial.
“Soy tío de
Miguel”, cuenta Robles, por entonces el cazador de nuevos valores de los
Marlins de Florida en la zona central de Venezuela, a dos horas de viaje desde
Caracas. “Los conozco a él y a su hermana Ruth desde que son pequeños. Goya, su
mamá, es hija de una media hermana de mi mamá”.
Goya es
Gregoria Torres, ex estrella de la selección nacional de softbol.
“Muchacho,
y era buena jugadora”, recuerda Robles. “Fueron 13 años en la selección
nacional. En esa familia todos son atletas”.
José Miguel
Cabrera no lo parecía, cuando jugaba metras con sus amigos en el barrio La Pedrera de Maracay, una calurosa
ciudad de mediano tamaño, ubicada a 100 kilómetros de la
capital.
El niño
José Miguel “era gordito, bien simpático, tranquilo. No era peleón. Era un
muchacho común y corriente”, recuerda el tío. Pero cuando entraba a una cancha
de voleibol, de baloncesto o futbolito, dejaba de ser el gordito que se merendaba
todos los días un refresco de malta y un ponqué.

“Era un
atleta muy completo”, advierte Robles. “Y su pasión era el beisbol”.
José Miguel
era bueno en los diamantes. Muy bueno. Había representado al estado Aragua en
campeonatos nacionales. Sus mentores cuentan que podía soltar la pelota a 87 millas por hora, con sólo
15 años de edad.
Pero eran
el bate, la insólita confianza en sí mismo y una agilidad impensada en un niño
barrigón lo que más sorprendía.
Sobre todo
el bate.
“Desde
chiquito”, cuenta José Miguel padre, “su pasión era agarrar el bate e irse al
campo”.
No tenía
que ir muy lejos. Los Cabrera vivían en un pequeño terreno donde se alzaban
tres casas. La pared de una de ellas, donde habitaba la abuela materna, aún marca
el límite con el terreno de juego.
El de La Pedrera no era el único
lugar donde el adolescente repartía tablazos y causaba admiración.
“Era muy
conocido en toda la ciudad, por los campeonatos nacionales junior y juveniles”,
asegura Hilmar Rojas, periodista maracayera, quien en 1999 era pasante en el
diario El Nacional y hoy trabaja para
la Asociación
Mundial
de Boxeo en Panamá,.
Rojas se
apareció una mañana ante su Editor de Deportes, en julio de 1999. Sabía dónde
vivía ese niño de 16 años, que acababa de firmar un contrato por 1,8 millones
de dólares con los Marlins.
“Miguel, a
los 15, sacaba la pelota en línea en el estadio José Pérez Colmenares”,
continúa Rojas, citando el parque donde juega el equipo profesional de la
ciudad.
La que
publicó Rojas fue la primera entre centenares de primeras planas que los medios
impresos han dedicado a este artista del bateo, que acaba de obtener la triple
corona ofensiva en las mayores, la hazaña que nadie había conseguido desde 1967
y que sólo ha sido lograda por un puñado de leyendas, casi todos inmortales del
Salón de la Fama.
“Millonario
a los 16”,
tituló Rojas. Pero Cabrera era todavía menos un millonario que un chico de 16.
“Vivía en
una casa grande, pero humilde”, relata la periodista. “Había un patio de tierra
con gallinas. No me gustan las gallinas, y Miguel empezó a corretearlas, para
que yo pudiera pasar. Adentro, la sala estaba llena de sus trofeos y
fotografías. Él casi no hablaba. Parecía muy tímido, como si estuviera
asimilando lo que le había tocado vivir. Su papá y su mamá hablaron por él”.
Goya y José
Miguel padre habían asumido la representación de su hijo, en todos los
aspectos. El célebre agente Scott Boras trató que Carlos Ríos, su representante
en el área, consiguiera los derechos para negociar la firma del prospecto.
Boras ha sido abogado de los más ricos y talentosos peloteros de la gran carpa,
incluyendo a Alex Rodríguez, el dueño del mayor contrato en la historia.
Los esposos
tenían otra idea. El padre fue lanzador amateur. Junto con la madre
softbolista, asumieron el rol de entrenadores y agentes.
García
llegó a la vida de los Cabrera cuando el muchacho tenía 14 años de edad y tres
meses. Lo recuerda a la perfección y lo repite sin dudar. Era el supervisor de
scouts de los Marlins en Venezuela y ya Robles trabajaba para él, recorriendo
las poblaciones vecinas a Valencia y Maracay.
Antiguo
lanzador de los Piratas de Pittsburgh y los Ángeles de California, García había
escuchado hablar del risueño mozalbete, que defendía las paradas cortas con
casi tanta agilidad como velocidad tenía en el swing.
Muchas
organizaciones sabían del mozo. Pero García supo pronto que contaba con una
inesperada ventaja, cuando otro scout le habló de la relación familiar de
Robles con Gregoria Torres.
“La primera
vez que vi jugar a Miguel me llamaron la atención sus herramientas”, dice García,
aludiendo la fuerza y los desplazamientos del juvenil. “Pero lo que más me
llamó la atención fue su actitud. Tenía los instintos. Era el líder en su
equipo”.
Gregoria y
José Miguel pulieron con afecto esas herramientas y esos instintos, tanto como
su disciplina personal.
“La gente
no lo sabe, pero Miguel se graduó de bachiller con promedios de 19 y 20”, asevera García, citando
las máximas calificaciones posibles para un estudiante venezolano. “Se graduó
con 17”,
matiza el padre. Casi da lo mismo la diferencia.
Tenía la
habilidad atlética, disciplina y, por lo visto, los mejores entrenadores.
“El día que
vi a Goya tomando roletazos en un campo de pelota, ¡muchacho, se me pararon los
pelos!”, suelta García. “Es extraordinario que tanto tu padre como tu madre
puedan hablarte de sus vivencias en el deporte”.
Puede que
de allí venga la insólita tranquilidad que exhibe Cabrera en los diamantes.
A los 16
años de edad ya había jugado en un partido de beneficencia junto con Andrés
Galarraga, Omar Vizquel, más de dos decenas de estrellas del beisbol venezolano
y hasta el mismísimo Hugo Chávez, recién estrenado Presidente de la nación.
Aquel 22 de enero de 2000 le dio un hit a Ugueth Urbina, el cerrador de los
Expos de Montreal.
El batazo a
Urbina fue casi una travesura. Le lanzó suavemente, con una pelota de softbol.
Cabrera había
demostrado que podía hacer lo mismo en el ámbito profesional. El 30 de
diciembre de 1999, pocos meses después de aparecer en la portada de El Nacional, debutó con los Tigres de
Aragua y en su primer encuentro también dio un hit.
A los 18
años de edad empujó a los felinos a su primera final en una década, al disparar
tres jonrones en la semifinal.
Apenas
cumplidos los 20 fue subido a las grandes ligas por Florida y en el encuentro
de su estreno dio un cuadrangular, para dejar en el terreno a los Mantarrayas
de Tampa Bay. Únicamente dos debutantes en la historia habían decidido de ese
modo el choque de su debut.
Cuatro
meses después, Cabrera era el cuarto bate de los Marlins en la Serie Mundial.
Es célebre
el episodio que protagonizó en el cuarto choque de ese clásico de octubre.
Roger Clemens, el astro de los Yanquis, que logró más de 350 victorias y 4.600
ponches, le recostó al novato una recta que lo tiró al suelo. El recluta se
sacudió la tierra y miró fijamente al lanzador, sin decir palabra.
El mensaje
era claro: bienvenido a las mayores. Cabrera volvió a cuadrarse y castigó el
siguiente pitcheo, un lanzamiento sobre la esquina de afuera del plato,
enviándolo detrás de la barda derecha.
Bienvenido.
Claro que sí. Florida ganó esa Serie Mundial.
Cabrera mira
a veces a los ojos de los periodistas con el mismo semblante con que miró a
Clemens. Pero en octubre de 2006 invitó a su casa en Miami a dos reporteros,
enviados a seguirle en su carrera por el título de bateo en la Liga Nacional, que ese año
perdió por poco.
“Me gustaría
que la gente supiera en Venezuela quién soy en realidad”, confesó, al caer la
noche. “Esta es mi casa. Y mi familia. Una familia normal, como cualquier otra”.
Su esposa
Rosángel, su novia desde el bachillerato, ya llevaba en brazos a Rosángel Brisel,
la primera de los tres hijos de la pareja. Con ella ha vivido lo bueno, que ha
sido mucho, y lo malo, que también sucedió.
Una llamada
telefónica de Rosángel a la policía de Detroit, en octubre de 2009, inició un
capítulo inesperado. Cabrera fue arrestado bajo alegato de violencia familiar.
El informe policíaco precisó que el pelotero se encontraba bajo efecto del
alcohol. No se presentaron cargos.
Una
investigación periodística reveló, en enero de 2010, que el jugador se había
sometido a tratamiento contra el abuso de bebidas alcohólicas, después del
incidente. Pero en febrero de 2011 volvió a ser arrestado en una autopista de
Florida, cuando se dirigía al campo de entrenamientos de los Tigres de Detroit,
con una botella de whisky a medio consumir y en estado de ebriedad.
“Fue una
sorpresa, porque en su familia nadie había tenido ese problema”, musita Robles.
“Quizás había llegado al estrellato demasiado rápido. Quizás estaba agobiado
por problemas personales. No sé decirlo”.
“Esa no era
la persona que yo conocía”, apunta García. “No puedo excusarlo, pero el que yo
conozco siempre ha sido un muchacho educado, tranquilo”.
Cabrera
juró que cambiaría. Prometió dejar el alcohol.
En octubre
de 2011, cuando aseguró la primera de las dos coronas de bateo que ha ganado en
la Liga Americana,
un reportero preguntó a sus compañeros Víctor Martínez y Magglio Ordóñez,
también venezolanos, si traerían al camerino una botella de champaña, como
Carlos Guillén hizo para Ordóñez en 2007, cuando éste también fue líder bate.
“¿Y para
qué?”, respondieron, a coro. “Miguel no bebe más que agua”.
Este año inició
la Fundación Miguel
Cabrera, para ayudar a organizaciones dedicadas al deporte infantil. Hoy es uno
de los 30 finalistas del premio Roberto Clemente, un galardón que se entrega
anualmente al pelotero que mejor combine la excelencia deportiva con el trabajo
comunitario.
“La gente
grande regresa en grande. Y Miguel siempre ha sido un grande”, dice Robles.
“Ese es el
Miguel que conozco”, interviene García. “El que en los entrenamientos
primaverales se toma varias noches para aconsejar a los novatos; el que procura
que los jugadores de ligas menores reciban comida latina en el spring training;
el que tomó bajo sus alas a varios jóvenes venezolanos en Detroit”.
García ya
había ganado la confianza de la familia Cabrera Torres, la víspera de la firma del
prospecto pretendido por una decena de organizaciones de grandes ligas. El lazo
que se inició el día cuando Robles lo puso delante del adolescente dio fruto
dos años después: los Dodgers de Los Ángeles llegaron a ofrecer 2,2 millones de
dólares por el joven José Miguel. Los padres del pelotero prefirieron a los
Marlins.
García volvió
a verse con el matrimonio en Detroit, hace unos días, en plena Serie Mundial.
Ahora coordina el sistema de detección de talentos de los Tigres de Detroit en
América Latina. La vida ha mantenido juntos sus caminos.
Robles, que
ahora es supervisor de scouts en Venezuela para los Nacionales de Washington,
recuerda las primeras palabras de Miguel, después de firmar su contrato
millonario: “Papá, no quiero que vuelvas a llenarte las manos de grasa. Nunca
más”.
A José
Miguel Cabrera padre lo conocían en Maracay como el orgulloso latonero cuyo niño
prodigio daba batazos de largo metraje. Nunca más vivió de reparar automóviles.
Cumplió la promesa que le hizo a quien una década después sería aclamado como el
mejor bateador del beisbol.

Publicado en la revista Proceso, de México, la última semana de octubre de 2012.
Ignacio Serrano
Ignacio Serranohttps://elemergente.com/
Soy periodista y actor, y escribo sobre beisbol desde 1985. Durante 33 años fui pasante, reportero y columnista en El Nacional, ESPN y MLB.com, y ahora dirijo ElEmergente.com. También soy comentarista en el circuito radial de Cardenales de Lara y Televen. Premios Antonio Arráiz, Otero Vizcarrondo y Nacional de Periodismo.

3 COMENTARIOS

  1. excelente articulo. Recuerdo en especial un batazo que dio miguel en la semifinal del 2006 con bases llenas frente al kid en el universitario. estaba en 3 y 2 y todo el mundo en el estadio se puso de pie pidiendo el ponche. Yo fui uno de los muy pocos que no lo hicieron, tenia un mal presentimiento. Paso como en las peliculas gringas, en medio de la griteria solo se oyó el batazo y enseguida lo supe. Mis panas ni siquiera me hablaron. se sentaron calladitos…

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